lunes, 4 de agosto de 2008

ll SANTURTZI. 1973


Era el año 1973 y yo estaba mustio. Mandaba en el imperio yanqui Richard Nixon
y en el soviético Leonidas Brezhnev, dirigentes a los que el tiempo cubriría de
mierda. Estados Unidos perdía la guerra del Vietnam y Pinochet tomaba el poder
en Chile vía golpe de estado, eliminando al electo presidente Salvador Allende y a
cuantos “rojos” pudo cazar. Se llevaban entonces los pantalones de campana y las
camisas ceñidas. Chicos y chicas optaban en masa por el pelo largo con raya en
medio y fumar era totalmente in, no había estrella de las pantallas que no estudiara
su propio estilo de promocionar el cáncer.
El grupo Mocedades quedaba segundo en Eurovisión con “Eres Tú”. El Atlético
de Madrid ganaba la liga 72-73, pero la que empezaba ese año estaba reservada para
el Barcelona, gracias, en buena medida, a un fichaje legendario: Johan Cruyff,
paradigma de un estilo holandés, hábil y veloz que hizo furor en la pedestre liga
española. Su equipo de origen, el Ajax de Amsterdam arrasaba en la copa de
Europa y su selección nacional equipada en naranja fulgurante hacía soñar a chavales
de todo el planeta.
El pop internacional se llenaba de rimel y lentejuelas, el glam-rock mitad gay,
mitad macarra con David Bowie al frente, trataba de compensar los excesos del
rock sinfónico, que se tomaba muy en serio a sí mismo. Pero eso, por aquí, eran
cosas de modernos. Lo que arrasaba en las listas eran los baladistas llorones:
Demis Roussos, Danni Daniel, Camilo Sexto o Roberto Carlos, cuyo gato, estaba
ese año “triste y azul”.
La tele era aún en blanco y negro y con dos cadenas, aunque algunos privilegiados
empezaban a ver ya los primeros programas experimentales en color. La serie
“Kung-Fu” con veleidades orientalistas pone de moda las artes marciales y el bigotazos
José María Iñigo dobla millones de cucharas con la ayuda del paranormal Uri
Geller. Un supuesto humorista, Joe Rígoli vivía meses de gloria a base de repetir
con gesto contrahecho la coletilla: “yo sigo” y los niños cantaban las canciones de
los sempiternos “Payasos Aragón”. El concurso “Un, dos, tres, responda otra vez”,
irrumpía como un estallido de color en aquella oscura programación. En el 73 se
daba luz verde a la exhibición de la cinta “Jesucristo Superstar”, suscitando todo
un debate social sobre si era o no un sacrilegio presentar a Cristo como un “hippie”.
Este fue también el año en el que muere en atentado de ETA, el hombre en
quien el dictador Franco confiaba para su sucesión, el almirante Luís Carrero
Blanco. El momificado dictador aún habría de firmar cinco fusilamientos más,
antes de que su yerno Martínez Bordiu le firmara el parte de defunción, dos años
después.
En Santurtzi vivíamos en aquel año una cierta era de esplendor económico. La
curva de población crecía imparable acercándose ya a los 50.000 habitantes. El
puerto pesquero lucía dos filas completas de barcos atracados y el mercantil no
cesaba de crecer. Funcionaban regularmente dos ferrys a Shouthampton: el
“Patricia” y el “Hispania” y la prensa hablaba con euforia del proyecto “superpuerto”.
Estaba de moda en todo el “Gran Bilbao” la calle Capitán Mendizabal, mejor
conocida como la “Calle del Dólar” y en las numerosas discotecas del pueblo, todas
bautizadas con exóticos genitivos sajones y llenas a rebosar, actuaban los artistas
punteros de la época, desde Miguel Ríos hasta Karina. Las fiestas del Carmen, además
de la procesión, contaban con “desfile de carrozas”, en las que se exhibían las
“damas de honor” y la “reina de fiestas”. Había también un pasacalles protagonizado
por las “majorettes de Tarbes”, chicas-soldado minifalderas llegadas de
Francia que cortaban la respiración a su paso. Se instauraba ese mismo año el “día
de la sardina”, una jornada para el generoso reparto de vino, pan y peces, cuyo
recuerdo permanece durante días en el olfato.
También estaba recién estrenado el Instituto de Enseñanza Media, ubicado
donde antes jugaba sus partidos el “Santurce C.F.”. Era allí, precisamente, donde
mi trayectoria estudiantil, hasta entonces más que correcta, empezaba a conocer
el amargo sabor de los suspensos. Este dato, sin duda desagradable no era, sin
embargo, lo que más me afligía en aquellos días de la primavera del 73.
Asombrosamente era el fútbol, sí el fútbol, que tantos buenos ratos me había
hecho pasar, era el que se había destapado como una fuente de angustias. Y todo
por culpa del dichoso torneo para principiantes que organizaba el Athletic Club de
Bilbao en sus míticas instalaciones de Lezama. De pronto todos los capullos de la
cuadrilla acariciaron la posibilidad de pisar el césped de San Mamés, la sacrosanta
catedral del fútbol, donde habría de jugarse la final. Ya no se trataba simplemente
de vivirlo en sueños, o de fantasear durante las plomizas clases del insti. El
campeonato había corrompido de raíz la saludable filosofía deportiva de la banda
para primar la ambición y los delirios de grandeza. “Tienes que entenderlo, eres
demasiado alto y vamos con fichas falsificadas”. Mentira podrida. El verdadero
problema no es que yo fuera “demasiado alto” sino que era demasiado malo para
figurar en el “dream team” del barrio. Tantos partidos de furiosa rivalidad contra
los Boteros, aguerridos vástagos del “otro lado” del bloque y ahora los cantos de
sirena rojiblancos propiciaban la milagrosa catástrofe: una selección “de lujo”
entre nuestros “cracks” y los suyos dejando en la cuneta a toda la morralla de
ambos bandos, léase: gordos, vagos y yo.
La vida me daba una temprana lección. Los supuestos vínculos inquebrantables
de la amistad, urdidos desde la noche de los tiempos, designados por la casualidad
vecinal y reforzados por la escolaridad y las aventuras compartidas, se cuestionaban
de raíz por culpa del maldito evento. El territorio calle, hasta entonces fuente
de evasión, de juego, de diversión, superaba de pronto al mismísimo Don
Venancio, el despótico profesor de matemáticas, como causa de desvelos. Ingratos.
¿Con quién habían ido a capturar grillos y zapaburus?, ¿Quién había escrito la
letra de nuestro himno?, ¿Quién animaba a buscar nuevas campas, nuevos solares,
nuevos patios a los que saltar de incógnito cuando la desmedida urbanización
iba dejando nuestros contornos sin un maldito palmo de tierra practicable?
Todavía no pasaban ni dos meses desde que aquellos cafres de Portugalete me
calentaran el morro por usar su prado para echar un inofensivo partido (y por ser
el que menos corrió en la huida). No se le puede pedir tanta comprensión a nadie
a esa edad. Una auténtica cuadrilla carga con el amigo aunque sea un poco torpe.
Yo podía comprender su decisión, en términos estrictamente prácticos. Es posible
que en efecto, yo supusiera un lastre en su camino hacia San Mamés pero ¿y ellos?,
¿no podían entender que después de tantas andanzas compartidas a mí me resultara
insoportable verles decidir los uniformes, analizar las estrategias, organizar
los viajes? Aquel episodio supondría, claro está, un antes y un después. Por mucho
que yo tratara de relativizarlo durante mis zozobras nocturnas, por mucho que me
animaran a colaborar “como uno más” en los preparativos, el germen de la decepción
crecía imparable en mi seno. Aquellas piernas que corrían escaleras abajo en
cuanto era posible para unirse con la tribu, preferían de pronto apalancarse ante
la tele o el tocadiscos. Al parecer, la vida consistía en un constante caerse del guindo. Primero “los reyes son los padres”, después “los hijos se hacen metiendo el pito
por la pocha” y ahora: “la amistad es una mierda”, sin duda único resumen válido
para mi estado de ánimo, con un apéndice, no menos fastidioso, dibujándose en el
horizonte: “El Athletic también”.
Lo de los reyes magos no supuso ningún trauma grave. Cuando aquella monja
enjuta y un poco fascista nos lo soltó de sopetón, las sospechas eran ya un clamor.
Lo del “pito y la pocha”, aunque al principio lo tomáramos a broma, tenía su lógica:
claro, así se ponía la puñetera semilla de la que tanto nos hablaban. Lo increíble
es que nunca, hasta el momento de recibir la noticia en boca de Arturo, el
inevitable enteradillo de la clase, se nos hubiera ocurrido asociar las tumultuosas
orgías sexuales de los chuchos vagabundos del barrio con los posteriores embarazos
y partos múltiples de la pobre Laika, única hembra del show erótico ambulante.
Más complejo resultaba imaginar el proceso exacto que nos había traído al
mundo a nosotros, algo sin duda, no muy remoto a aquellos apareos caninos pero
protagonizado por... ¡nuestros padres!... mejor no pensarlo demasiado.
Este nuevo chasco, contenía demasiados elementos dolorosos. Los hasta entonces
considerados camaradas, eran capaces de dejarle a uno en la cuneta y cambiarle
por los irreconciliables Boteros en aras de una remota posibilidad de iniciar el
camino a la gloria balompédica rojiblanca. Ni siquiera contaba con el consuelo de
chupar banquillo, reservado en esta ocasión para torpes “no tan torpes” incluyendo
al enano de Txomin, al que, iluso de mí, siempre había considerado peor que yo.
El episodio, auténtico jarro de agua fría, venía a coincidir con una seria crisis de
autoestima. Las hasta entonces invisibles chicas, se habían vuelto de pronto asfi-
xiantemente evidentes. La versión oficial, que todos ostentábamos en clase y en el
barrio, despreciaba al género femenino con rotundidad. “Son bobas, se ríen por
todo, no saben jugar a nada interesante, se lo tienen creído”... nos repetíamos unos
a otros con desdén. Lo duro después, era comprobar a qué tipo de chicos preferían
acompañar: el guaperas repijo de dos cursos por delante, el indolente trovador,
guitarra en ristre, de demagogas baladas “sociales”, el macarrilla musculoso,
émulo de Bruce Lee en las peleas dominicales del “Young’s”... Chicos “maduros”,
seguros de sí mismos, lucidores de sonrisas prepotentes y poses descaradas. Mi
cuerpo, ignorado olímpicamente hasta entonces, comenzaba a pasar sus primeros
tests ante el espejo: carencia absoluta de músculos prominentes, profusión de
huesos evidentes, brazos y piernas esqueléticos, abdomen prominente, excelente
cosecha de granos y espinillas: desolación. El mundo empezaba a ser un lugar
inhóspito. Había demasiadas cosas importantes que aprender y los profesores se
empeñaban en inculcarnos conocimientos absurdos: vasijas asirias, declinaciones
arcaicas, átomos y moléculas imaginarios, novelas en castellano antiguo sobre
castellanos antiguos... ¿es que la vida no era suficiente tortura?
Y allí estaba yo. Mirando por la ventana en tantos días de lluvia, contemplando
el correr de impermeables y paraguas, arrullado por mi única colega fiel: la música.
Sólo con ella lograba un atisbo de melancólica felicidad, arrebujado entre las
notas ásperas de los Rolling Stones, la rudeza latina de Santana, la ironía
transgresora de los Jethro Tull o los submundos macabros de Lou Reed. Los
saludables y sonrientes aborígenes del Athletic Club de Bilbao fueron dando paso
en las tapas de mis cuadernos y en los pósters de mi habitación a famélicos roqueros
cabreados, en los que quizá me veía más reconocido. Afectado de lleno por
aquella fiebre –que ya nunca me abandonará del todo– me dedicaba en cuerpo y
alma a perseguir canciones a lo largo del dial, a buscar chollos en mercadillos y
tiendas de segunda mano, a devorar información en revistas musicales que disimulaba
bajo el pupitre, a intercambiar tesoros con otros diletantes de la clase y
también a fantasear con la posibilidad de formar mi propio “conjunto”. Esa, lógicamente,
acabó siendo la cantera de mis nuevas amistades. El patito feo, rechazado
por los supuestos congéneres, encontraba su sitio entre los gansos del rock & roll.
Esto no significa que cortara por lo sano mis anteriores lealtades, el barrio continuaba
allí, frente a mi casa y aunque doliera, yo seguí de cerca la mediocre andadura
de los míos en el dichoso campeonato de fútbol: una primera victoria ajustada
contra un equipo arratiano que cumplía a rajatabla los cánones de edad y la eliminación
por tres a uno contra un combinado Rekalde-Irala que yo, secretamente,
fui el único en celebrar. Bien, de acuerdo, quizá deba reconocer una cierta mezquindad
en la confesión, pero también es cierto que ellos no demostraron demasiada
delicadeza cuando alquilaron los uniformes y soñaron en voz alta con gestas
balompédicas que a mí me eran negadas por mi supuesta “estatura”. Colaboré
incluso en la entusiasta sesión de entrenamientos posterior a la primera victoria,
hice de correoso defensa central en unos partidos que ya no tenían el encanto del
juego por el juego. Había que meterse en el papel del jugador profesional: solicitar
el balón sin echar pestes, agarrar al delantero por la camiseta con disimulo en los
corners, jugarte el tipo en cada entrada y tratar de entender las estrictas tácticas
planificadas por los líderes naturales de la selección: nuestro Alfonso Martín y
Javi, el menor de los hermanos Botero, más conocido por Boterín.
Aquel fracaso trajo consigo dos secuelas inesperadas. La primera, el desinterés,
por no hablar directamente de “alergia” que se extendió hacia el fútbol en buena
parte de la cuadrilla y la segunda, aún más curiosa, la falta de motivación general
para acudir a un nuevo torneo, también organizado por el Athletic, en el verano de
aquel mismo año, esta vez en la localidad costera de Sopelana. De pronto, nuestro
combinado tenía a la mitad de sus efectivos –incluyendo los dos citados “cracks”–de vacaciones. El nuevo equipo debía contar por fuerza con aquellos cuyas notas,
habían truncado sus viajes veraniegos. Torpes, gordos y yo, figurábamos de pronto
con plaza de titular indiscutible. El nuevo líder de aquella penosa recopilación
de despojos era Botero el grande, mozalbete tan obeso como garboso, capitán ocasional
más por su tamaño y vozarrón que por sus habilidades para la práctica del
fútbol. Los efectivos del otro lado del bloque, eran ahora mayoritarios y su estilo,
más popular y bullicioso que el nuestro –varios de ellos eran de familias vinculadas
al puerto–, impregnó al conjunto de un sano espíritu arrabalero. Además de los dos
hermanos Botero –uno gordo y enorme y el otro pequeño y nervioso– que daban
nombre al colectivo, los que jugaban en sus filas tenían todos mote. Si nosotros
éramos Alfon, Juancar o Txus, ellos eran Pasteles, Tano o Fontu.
Las fichas se falsificaron toscamente, sin las contemplaciones de la anterior
competición. Cuatro voces destempladas al tipo de la ventanilla simulando una
ofensa desmedida por las dudas mostradas, bastaron para zanjar la cuestión.
Tampoco se perdió el tiempo en alquilar uniformes. Nuestro equipo pasaba a lucir
camiseta interior blanca –a poder ser de manga larga– y pantalón azul, elemento
éste para el que debíamos buscarnos la vida. Yo conocía a los Boteros por la cantidad
de partidos jugados contra ellos, siempre con una estrecha rivalidad. Los
mejores jugadores estaban en nuestras filas y ellos lo compensaban con armas,
más bien, poco académicas. Su principal artimaña consistía en gritar todos a la
vez, así, a falta de árbitro, los goles dudosos, en aquellas porterías montadas con
ropa, eran aclamados e incluso festejados antes de dar opción al más mínimo
debate. Lo mismo ocurría con las protestas por faltas, manos, fueras de banda o
penaltis. Era tal la unanimidad del vocerío, que nos dejaban sin fuerza moral para
oponernos. Para cuando queríamos discutir el gol ellos ya estaban lanzándose
unos sobre otros en el salvaje ritual del “montón de ropa”. En más de una ocasión,
irritados tras perder algún encuentro, nos conjuramos para utilizar su misma
treta, pero nunca logramos ser tan pertinaces. Para los Boteros, el fútbol era una
manifestación más de su esencia tribal y yo, rodeado como estaba de aspirantes a
figura les envidiaba en secreto por ello.
Lo que son las cosas, las circunstancias que estaban llevando a mis amigos de la
infancia a detestar el fútbol, provocaban de pronto una súbita reconciliación por
mi parte. Los entrenamientos para ésta nueva competición consistieron en retar a
cuantos barrios de Santurtzi y alrededores se atrevieran con nosotros. Las excavadoras
habían dejado sin campas nuestras cercanías y había que acostumbrarse a la
hierba. El espíritu Botero, poco dado a la marcha atrás, hacía de cada lance toda
una epopeya. Las tácticas ahora se limitaban a seguir las órdenes voceadas a gran
volumen por el voluminoso guía, órdenes que por lo general, invocaban más cojones,
más tiros a gol y menos mariconadas.
El partido de Mamariga terminó en batalla campal, a pedrada limpia, el de
Kabiezes se suspendió para trasladar al portero rival al “cuarto socorro”, tras un
balonazo en plena cara que le dejó sin conocimiento y el de Portugalete, jugado
tras saltar la valla del Colegio Santa María, concluyó a blasfemia limpia con los
frailes del colegio, que no permitían intrusos en sus instalaciones. Botero grande
no era un buen futbolista. Sus armas eran tan escasas como disuasorias: cuando el
balón caía en sus cercanías, pocos eran los atrevidos que trataban de “presionarle”.
Indefectiblemente y desde cualquier posición, chutaba y el pepinazo silbaba hacia
puerta. Había que estar atentos entonces para estallar con el rugido adecuado:
¡gol!, ¡corner!, ¡mano!, ¡falta! No, no me costó gran cosa adaptarme al nuevo estilo.
Lo único que no acababa de convencerme era la posibilidad, nada remota, de
que me tocara algún sopapo en el sorteo, aunque al menos ahora, sentía el calor de
un clan a mi lado. Las proporciones son asombrosamente distintas con el paso de
los años. Entre alguien de cuarenta y alguien de cuarentaicinco años, apenas se
aprecian diferencias generacionales de peso y sin embargo, entre los doce y los
trece años uno puede sentir distancias abismales. De la misma forma, los habitantes
de uno y otro lado del bloque teníamos conciencias territoriales claramente
diferenciadas. Nos sentíamos casi de distintas etnias, siendo como éramos del
mismo pueblo, del mismo barrio y de idéntica extracción social.
Yo vivía aquella insólita luna de miel con nuestros eternos antagonistas como un
estimulante descubrimiento. La precariedad veraniega había reducido al mínimo
el contingente de mi cuadrilla y en la práctica éramos tres dudosos refuerzos en el
equipo vecino, así que tuvimos que aceptar un cambio de nombre. El “Club Víctor
Sáez”, con el que fueron a Lezama, se convirtió en “La Guru Futbol Taldea”, en referencia
a la calle “José Gurrutxaga”, la calle que más efectivos aportaba ahora.
Las fechas fatídicas tienen la manía de precipitarse y aquella del primer partido
lucía ya en el calendario. Nuestros rivales eran de Bilbao, se hacían llamar
“Indautxu Rangers” y por lo que pudimos investigar, eran de los favoritos. Durante
el viaje se hizo notar un nuevo rasgo diferenciador: aquel tren no era el espeso convoy
de la margen izquierda, siempre repleto y sumido en una condensación de
humos y voces proletarias. Aquel tren de la margen derecha, aunque de aspecto
más frágil, resultaba a las claras más sosegado. Nuestra festiva presencia era
observada por los pasajeros como una curiosa novedad hasta el momento en el que
Muga y Pasteles, ya por entonces sólidos candidatos a delincuentes juveniles,
comenzaron su exhibición de acrobacias en asideros. Cuando apareció el pica las
diferencias tribales volvieron a evidenciarse. No es que mi cuadrilla se compusiera
de panolis, pero la presencia de uniformes era más que suficiente para hacernos
recular. Lejos de arrugarse, los Boteros se encararon hasta el punto de forzar a
aquel sorprendido operario a tirar de la anilla de alarma y hacernos abandonar el
vagón bajo amenaza de llamar a la policía. Mi estreno mundial como futbolista de
competición, comenzaba con una caminata entre Algorta y Sopelana cargada de
mutuos reproches a voz en grito sobre quién tenía la culpa del suceso.
La llegada a las instalaciones supuso el primer shock: íbamos a jugar en un
campo reglamentario, con todas sus rayas perfectamente delineadas sobre un césped
de ensueño, con red impoluta en porterías de inmaculados postes. Nos esperaban
vestuarios de verdad con duchas de agua caliente y unos amables y trajeados
empleados que nos invitaban a pasar. Uno de ellos nos informó además de una
noticia alucinante: en la tribuna lateral, vería el partido Gainza, vieja gloria del
Athletic, entonces en tareas de ojeador. Antes de entrar a cambiarnos, hubo un
silencio místico y contemplativo. Aquella extensión de un verde deslumbrante
ejercía efectos hipnóticos sobre nosotros. Costaba creer que estuviera destinada a
nuestras inminentes evoluciones.
Qué poco duran momentos así en la vida. Un rugido de motores nos devolvió
cruelmente a la terca realidad. Hacía su aparición en escena una bulliciosa flota de
coches de cuyas ventanillas bajadas asomaban refulgentes banderas naranjas.
Nuestros rivales descendieron de los vehículos y se fueron introduciendo en los
vestuarios entre bromas, con aires de suficiencia. Se diría que ni siquiera nos
veían. Lucían chandals destellantes, llevaban puesto el uniforme completo reglamentario
de la selección de moda: “la naranja mecánica” holandesa. Eran una multitud,
perfectamente numerada y en algunos dorsales podían leerse mensajes realmente
intimidatorios: “primer técnico”, “masajista”, “intendencia”. Sí, esa alegre
expedición casaba con las instalaciones como el mar casa con la playa, parecían
haber nacido allí mismo.
De pronto, una fuerza interior me hizo desear fervientemente que nos descalifi-
caran por falsificar las fichas o por la deficiente uniformidad o por el terremoto
que en unos segundos dejaría el campo impracticable, cruzado de enormes grietas
de gran profundidad. Estaba a punto de echarme a temblar cuando un potente
improperio, surgido a pocos metros de mis espaldas, me devolvió de golpe a la tierra:
¡fantasmas! Casi lo olvido. Yo no estaba con mi cuadrilla, estaba con los
Boteros: más valientes, más atrevidos y mucho, mucho más bocazas. Aquella primera
faltada fue como un pistoletazo. Siguiendo la tradición, un abucharante coro
de lindezas se unió a Boterón hasta conseguir hacernos bien visibles para los sorprendidos naranjitos.
Dos minutos después, uno de los asesores que tan simpáticos nos recibieran,
aparecía como búfalo enfurecido mostrando un dedo amenazador: su mensaje era
claro y conciso, “una gamberrada más y estábamos de patitas en la calle”. Buen
comienzo. Aquella bronca sí consiguió intimidarnos. Nos cambiamos de ropa en
un silencio meditabundo y antes de que nuestros ánimos pudieran levantarse un
ápice, irrumpió en los vestuarios otra visita inesperada. Era el colegiado, una figura
absolutamente exótica para la mayoría de nosotros y no venía de visita.
Preguntó por el capitán y nuestro líder natural, ridículo hasta el espanto con una
camiseta de felpa incapaz de cubrirle el ombligo se presentó ante el juez de la contienda
y escuchó un decálogo de lo que no podríamos hacer: “no proferir gritos en
la cancha”, “no protestar las decisiones arbitrales”, “no realizar entradas duras”,
“no perder tiempo”... su discurso se interrumpió bruscamente. Una mirada inquisitiva
observó de pronto nuestros, digamos, uniformes... “¿no pensareis salir así,
no?”. Sí, fue así como salimos.
En el mundo del espectáculo –y aquello era puro show– existe una leyenda que
afirma que los estrenos siempre se producen, por muy catastrófica que te parezca
la situación previa. Entre el instante de la pregunta y el de saltar al terreno de
juego, tuvimos un calvario de discusiones, reglamento en mano, con diversos estamentos
presentes, incluidos entrenador y padres del equipo rival. El quid de la
cuestión estaba en las puñeteras medias, cada miembro de nuestra troupe las llevaba
de un color y una longitud diferentes. Para completar el cuadro, nuestro cabecilla
–paradójicamente bastante cabezón– no se ponía botas porque “le hacían
ampollas”. No, no teníamos demasiadas bazas a favor en la negociación, pero contábamos
con una decisiva: la práctica de los Boteros en resolver airadas discusiones
con argumentos contundentes: “pues vale, si estáis cagaos de miedo nos
vamos y a tomar por el culo”.
Y salimos al campo. Nuestros ejercicios previos de calentamiento trataban de
emular lo que veíamos por la tele y también lo que observábamos, aunque de reojo,
al otro lado del terreno de juego. Bastaba con ver el donaire con que practicaban
sus saltitos y estiramientos para comprender que veníamos de distintas culturas
balompédicas. Fue la primera vez en mi vida que una suerte de orgullo patriótico
recorrió mi espina dorsal. Aquel atajo de gañanes en camiseta de muda y calzones
con toda la gama de azules, representaba a nuestro pueblo. Parecerá una gilipollez
pero yo así lo sentía. Aquellas trazas, comparadas con el traje completo de la selección
holandesa encendieron en mí una inmensa ternura rayana en la emoción.
Sí, éramos representantes del pueblo “que gana en las regatas de las traineras”
–algunas veces–, del que alberga las heroicas sardineras de la copla, las que marchaban
“desde Santurce a Bilbao” gritando “sardina freskue!”. Eramos delegados
de Kabiezes, de donde son “los que han roto la guitarra”, del populoso Mamariga,
del Bullón, de la Txitxarra, de “la Calle del Dólar”, de todos y cada uno de los centímetros
cuadrados de la localidad. Era como si estuviéramos en las Olimpiadas de
Múnich, esas que figuraban en mi “bolsa de deportes”, como si estuviera a punto
de sonar un himno cuyo texto solemne homenajeara a los arrantzales, a los currelas
del metal, a los poteadores, a los marinos beodos de todo el mundo que atracan
en nuestros muelles y puticlubs, a nuestras boites y salas de fiesta con “ambiente
chic para gente pop”. Sí, éramos el orgullo santurtziarra dirigido por el gran
Botero y sus secuaces.
Los siguientes cinco minutos fueron inolvidables. A poco de iniciarse el lance,
antes de que tuvieran tiempo a reaccionar, un “barrenazo” marca de la casa fue despejado
a corner por un portero desprevenido. Lo sacó, lógicamente nuestro enorme
y carismático capitán. Lo hizo con otro pepinazo asesino y el guardameta, asustado
por aquel brío inicial, volvió a despejar de puños en una salida suicida que –¡oh
Dios!– colocó el esférico a la altura de mi sorprendida cabeza, que sobresalía de la
media porque –claro– “era demasiado alto”. Apenas tuve que empujar el balón con
un leve toque que, en realidad, salió desviado: lo justo y necesario para entrar limpiamente
por la escuadra derecha. El gol fue cantado por un coro de gargantas amigas
y el corazón me hizo daño de puras ganas de salir del pecho. Hicimos –como era
habitual– un “montón de ropa que hay poca” y me pilló tan desprevenido que creí
quedarme sin respiración. Aquel portero, perfectamente pertrechado, arrojó con
rabia sus guantes reglamentarios al suelo y en el marcador lució un orgulloso 0-1
con gol marcado por mí, el torpe que marginaran mis supuestos amigos.
Cuando aquella cuadrilla de bestias se cansaron de celebrar el gol aplastándome
bajo sus cuerpos me sentía literalmente “flotar”. Os juro que escuchaba coros exaltados
entonándome cánticos celestiales e incluso, entre las brumas de la extenuación,
pude ver al mismísimo ojeador Gainza aplaudir mientras cabeceaba satisfecho.
Era mi reconciliación con el fútbol, con la amistad, con la vida y en medio de
aquel nirvana sentí la unánime ovación satisfecha de un San Mamés rebosante.
Bien, aquí termina el capítulo. Quiero advertir, que a partir del FIN, las próximas
líneas ya no son válidas. Podéis pasar tranquilamente a disfrutar de cualquiera
de los otros interesantes textos contenidos en este libro, ya que se trata de un
pequeño anexo, sólo útil para curiosos impertinentes a los que les gusta enterarse
de todo. Así que lo dicho, esto es el FIN.
Cuando terminó “el montón de ropa” nos encontramos con la desagradable sorpresa
de que todos los integrantes de la “montaña” éramos amonestados con tarjeta
amarilla. Botero el grande, Rulo y Txomin protestaron airadamente y fueron
expulsados sin contemplaciones. Perdimos por 11-1 y aunque parezca mentira, fue
un resultado meritorio. Lo teníamos claro: jamás nos hubieran ganado en un partido
normal.

1 comentario:

Ludi dijo...

Gracias a tus escritos,he revivido aquella época que pensé olvidada;además...cuando leí lo de "metiendo el pito en la pocha" me saltó la carcajada.Un abrazo y... sigue comunicando!!